Edna López

Desde la primera novela que cayó en mis manos, en cuanto Bastián Baltasar Bux me enseñó que la fantasía era posible, nada ni nadie ha podido convencerme de lo contrario. Luego vinieron los años de los descubrimientos, la primera vez que escuché la voz de Orwell, las noches interminables con Faulkner o Steinbeck en mi regazo y la profunda belleza de las Hojas de hierba de Walt Whitman.

Cuando llegó el tiempo de escoger un camino en la vida, En la colonia penitenciaria de Kafka apuntaló mi decisión de estudiar Derecho. Entonces dejé a la literatura sumida en un profundo sueño. Sin embargo, de vez en cuando, le era infiel a mi «profesión número 1» con un poco de Julian Barnes o Alessandro Baricco, cosa que cualquiera podía comprender, y con algo de Dostoievski y una pizca de Mijaíl Bulgákov, lo cual no me hubiera atrevido a confesárselo a nadie.

Me

En algún momento, los Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss y Los argonautas del Pacífico occidental de Malinowski abrieron otra puerta. Sus narraciones se hicieron un hueco entre Joseph Conrad y Chinua Achebe, aguijonearon mi imaginación y me condujeron a escoger mi «profesión número 2». Quizás es mi esencia de escritora la que me llevó a sentir fascinación por la Antropología Social y Cultural. Su estudio me ha hecho ver que de las creaciones humanas, la cultura, en su más extensa y poliédrica expresión, es la ficción más sublime.

Mi instinto dormido despertó definitivamente con la lectura de dos libros de culto: On the road de Jack Kerouac y The catcher in the rye de J. D. Salinger. Coincido con Holden Caulfield en que he leído muchos de esos libros que te hacen sentir deseos de llamar a su autor por teléfono para felicitarle. Así fue como, sin hada madrina de por medio, me concedí tres deseos: el placer de insuflar vida a seres de tinta y papel, el de crear otros mundos dentro de este y el de permitirme el lujo de viajar por sus inabarcables confines.

12 lecturas ligeras
Relatos breves para mentes extraordinariamente inquietas
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El gato ámbar

—Aguanta… ―Esa única palabra, en la voz meliflua del enorme gato ámbar, se impone al clamor de la música. No necesito el resto de la frase para comprender. ―Aguanta un poco más, Horacio ―insiste. Sus palabras rompen el denso silencio que Marina y yo hemos forjado en mitad de esta algarabía. Agradecido, levanto la mirada del blanco refulgente del mantel salpicado de migas pardas. Pero, antes de encontrarme con los ojos del colosal minino, me asalta un caleidoscopio de luces. Ya casi es medianoche y todos están aquí, representando esta farsa. Aunque si hablamos de actuar, yo soy el gran maestro. Bah… A saber qué ocultan ellos. (...)
Interludio en el sol poniente
Departamento de Creación Literaria de la Universidad de Texas
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Interludio en el sol poniente

En el último ocaso soy todos los hombres, desde el de la noble cuna hasta el que sujeta con firmeza el acero para huir de la indigencia. Quisiera saber cuánto de mí vive en otros mundos, de dónde proviene esta sed infinita y qué será de mi hambre insaciable. Ahora los otros que vivieron en mí regresan desde los confines del tiempo, pero más tarde me derramaré sobre la tierra para ser parte de todas las cosas. Un día este último suspiro mío llegará a otro hombre e invadirá su pecho. Él dará forma a mis sueños y encarnará la sombra de cuantos me precedieron. Pero ahora todo ha terminado para mí. Veo mi cuerpo inerte que yace en el lecho de mi ger. Me rodean mis familiares, mis leales amigos y mis fieles soldados. Al principio, me anegan preocupaciones mundanas acerca de la campaña contra Burján, Rey de los Tangut. Mas luego, solo puedo pensar en la reluciente crin gris rojiza de mi corcel bajo el ardiente sol del verano. Me abandono y miro al Cielo Azul Eterno con los ojos del alma. Mis soldados escoltan mi cuerpo en silencio, de vuelta a mi patria. Me sepultan en una fosa anónima y ochocientos hombres hacen correr sus caballos repetidamente sobre mi sepultura, para sumir en perpetuo misterio su emplazamiento. (...)
Las reglas de la guerra
VII Premio Luis Adaro convocado por la Asociación de Escritores Noveles
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Las reglas de la guerra

Quisiera dormir profundamente sobre las ardientes dunas hasta que las piezas de este mundo roto vuelvan a colocarse en su sitio. Ya sé que es una fantasía vulgar, la que todos tenemos. Por eso no puedo… no podré dormir serenamente en mucho tiempo. Aquí todo depende de mí y hay demasiado en juego. Si me atreviera a sumergirme en ese sueño templado, en la quimérica imagen del mundo que dejamos atrás, de algún modo, los otros lo sabrían. Están en todas partes, incluso en este desamparado agujero. Sin embargo, desde hace días no pienso en otra cosa más que en la siesta tibia del pasado. Debo resistirme, para que los nuestros no conozcan mis debilidades. Además, el desierto conspira en contra de mis deseos, bulle en ecos distantes y murmura como un arrullo de voces confundidas. Estamos recluidos en mitad de una inmensidad inabarcable que canta con la cálida dulzura de una sirena, pero que también nos somete. Por esa razón, tan sólo por el placer de la rebeldía, un día decidí quitarme los zapatos. Ahora ninguno los llevamos puestos. Ese gesto colectivo, el germen de la sedición, fue el que me llevó a concebir las reglas de la guerra. (...)
Sol ardiente de junio
XXIV Premio de Narración Breve convocado por la UNED
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Sol ardiente de junio

Alguien me susurró entre el alegre bullicio de los bazares que esta tarde un magistrado vendría a acusarme. Sentí fluir su aliento cálido en mi oído derramando las palabras: «¡Abandone el país, madame! Ben Ali no la perdonará». Mientras tanto, el desconocido deslizó una mano tibia hasta mis muslos. El fugaz roce de su piel me sorprendió mucho menos que sus palabras.
Otras veces, en calidad de extranjera solitaria, me han tocado con disimulo en los pasajes más oscuros del zoco. Nunca me ha importado, y menos esta mañana, habida cuenta de la acusación del magistrado en mi contra. También yo quería interrogar a mi enigmático confidente para saber a qué atenerme. Pero antes de que mis ojos se cruzaran con los suyos, huyó zigzagueando escaleras arriba por las inclinadas calles adoquinadas, confundiéndose entre el gentío. Era tarde para regatear. Cada uno tenía lo suyo: yo mi valiosa advertencia y él su caricia robada. Con el peso de mi culpa, deambulé por los callejones de los artesanos, perdida entre paredes de blanco inmaculado precipitándose en un vacío azul. En mi mente brilló por un instante la idea de irme como una fugitiva. Pero la luz de este lugar, sembrado en acantilados sobre el Mediterráneo, eclipsó mis planes de huida. (...)

Nota de ébano sobre un mar de marfil
Premio Especial de Integración de la Ciudad de Tudela
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Nota de ébano sobre un mar de marfil

Treinta y seis negras… cincuenta y dos blancas… encerradas en su jaula de abeto, bajo la despiadada opresión de unas tensas cuerdas de acero. Acariciaron mis dedos el frío marfil. Se deslizaron por el refulgente ébano dando forma a mi canto de cisne. El padre Aurelio, como siempre, suspiró y murmuró conmovido: «¡Qué extraordinario! ¡Qué belleza!». Aquella noche, hacinado con catorce almas desesperadas, ese recuerdo quedó sumido en el rugido de un mar bravo. Apareció la incertidumbre, la soledad y un llanto apenas disimulado por el rugir del océano. Temíamos hundirnos en esa fosa de sueños truncados, sepulcro de tantos hermanos. Por fortuna, el peligro quiso indultarnos y, por fin, llegó el momento que el sacerdote había vaticinado henchido de orgullo y esperanza. Habíamos llegado a la playa y el rumor de unas olas menudas cantaba en nuestros oídos. (...)
En busca del tesoro de Kola
Novela ganadora del XIX Premio EDEBÉ de literatura infantil
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En busca del tesoro de Kola

Más allá del Desierto Rojo, inmerso en el espeso bosque de baobabs, se hallaba el carcomido esqueleto de un viejo buque. La fantasmagórica visión de este barco, misteriosamente encallado a cientos de kilómetros de cualquier mar conocido, resultaba tan sombría y lúgubre que no recordaba más que a la idea de la muerte. Ninguna de las bestias que habitaban el bosque osaba jamás acercarse a este navío. Ni siquiera las aves se atrevían a anidar entre sus mástiles. Y era porque algo siniestro y enigmático se respiraba en el ambiente. (...)